Transcripción del capítulo publicado en la revista ESTAMPA, diciembre 1932
Dejemos a Don Miguel en paz. ¿Para qué ir a solicitar "declaraciones" sobre la génesis de sus famosas pajaritas de papel? Doy fe que le gustan a don Miguel las interviús de anzuelo! Y luego, que él mismo lo tiene referido. Treinta años hace que publicó unos Apuntes para su Tratado sobre la Coctología. Allí puede saciar su curiosidad el lector; allí dice de aquéllas: "Nosotros las aprendimos a hacer por haberlas visto hacer; mas ¿quién las ideó primero, nacieron de la nada, del azar...? ¡Gran cuestión!" Pero don Miguel encuentra tan puras y excelsas las formas y armonías de la pajarita de papel, que deduciéndolo de la inconmensurabilidad de sus proporciones, hasta llega a atribuirle un espíritu, y aun supone que las manos del niño, al fabricar una cocotilla, están movidas por el Poder Supremo, que la endereza a muy altos destinos.
También es público el origen de las otras especies de la zoología papirácea de Unamuno: los buitres, las águilas, el escarabajo, el cerdo... -hasta diez y ocho lleva logradas-. Según cuenta André Corthis en sus Peregrinaciones por España, don Miguel le dijo haberlas inventado él: ser el escultor, el creador de la forma, deducida de una superficie, no de un bloque. Modesto calificativo el de escultor para quien produce animados animales de papel con idénticas posibilidades de vida suprasensible que las que atribuía a las auténticas pajaritas.
Dejemos a don Miguel en paz. ¡Paz a don Miguel para sus largas horas de yacente soliloquio, para su patriarcal convivencia hogareña, para su ávida jornada de lectura y hasta para sus concéntricas tertulias interrogantes a lo ateniense, a veces verdaderas alambradas de boquiabiertos que lo aislan como a polvorín, quizá pensando en cargar el propio fusil con el puñito de pólvora que salga por las rendijas! Pasemos a su lado como pasa por la guija de la plazuela la sombra lunar de la Torre de Monterrey: lenta, encogidilla, silenciosa. A lo más, interrogaríamos a las pajaritas; ¿no nos ha dicho él que las pajaritas tienen un espíritu y no lo estamos viendo con solo contemplarlas?
Pero hay que contar el gran secreto. Esos animales que componen la manada que veis reproducida deben a Unamuno su ingenua existencia. Los hizo al volver del destierro expresamente para el autor de las fotografías. Los propios dedos del maestro, febriles, incansables, amasando superficies, haciendo dobleces, volviendo dobleces, arrancando de un cuadrito de papel -sin cortar, sin pegar, sin añadir, ¡esto es lo esencial! -, realizaron la portentosa obra de crearlos y de animarlos. Mas es destino inexorable de Unamuno la misión del magisterio. Donde vive, enseña; quien le escucha, aprende. Y al creador de pajaritas le han salido unos discípulos prodigiosos: sus hijos, Pablo y María. Y este es el trágico secreto que el que escribe se ve obligado a publicar: en el fértil hogar del rector de Salamanca existe una trinidad creadora de pajaritas con capacidad de perfección equivalente. O superadora; las manos de María Unamuno poseen el quid divinum de la creación refinada.
Sin duda os placen los murmurios..., y como hoy estamos nosotros en vena de chismosos, desnudemos a don Miguel. Sólo que ocurre que no es cierto eso de que no hay hombre grande para su ayuda de cámara. Lo que no hay son ayudas de cámara capaces de ver magnitudes espirituales. ¡Si los hubiera! La retina del ayuda de cámara percibe únicamente el microcosmos, lo infinitamente pequeño. Un campanero vive largos años en la torre de una catedral gótica y no conserva de ella otra memoria que la de las grietas y desconchados; hace Unamuno su nidal familiar en La Casa de las Muertes de Salamanca, vecina de la invicta Monterrey, y percibe una impresión que esculpe en versos que serán eternos. No hay, pues, que solazarse venterilmente con las "cosas" de don Miguel; no hay que poner a la cuenta de las rarezas o de las niñerías, sino a la de las nobles emulaciones humanas, la excitación que le causa que otro compita con él. Y ahora ya, murmuremos.
En cierta ocasión, una muchacha salmantina había creado un tipo de moro que resultó un ser cocotológico muy perfecto. Don Miguel, al verlo, no pudo reprimir un gesto..., ¡bendito amor propio! Otra vez, cien veces...; sus hijos Fernando y Pablo son dos ajedrecistas consumados; tentación suprema para el temperamento de un hombre que tituló un libro "contra esto y aquello" la de echarse a derribar torres y realezas por los campos geométricos del tablero. Pero el zumo de la derrota es amargo; hasta cuando viene mansamente de la rama al tronco. Que el tronco más gime y bufa con el hostigo cuanto más viejo es. Tronco recio y sanote, que va apuntando a silueta de plateado olivo; ¡quién sabe si le viene ya savia más rica de la tierna ramilla de la copa que de la trabajada raíz soterraña! Estaba ausente cuando nació su primer nieto; al llegar no hubo para él curiosidad más apremiante:"Y el niño, y el niño?"
A más, el dedicarle aquella poesía: "La media luna es una cuna, y en ella el niño ¿qué sueños riza?" Y aquella otra, titulada A una pajarita de papel : "Habla, que lo quiere el niño; hable tu papel, mi pájaro!". Coloquios que son los riegos, fecundos como lluvia, como llanto, que refrescan ahora la entraña del abuelo.
Viejo tronco plateado, enraizado entre los románicos berrocales de Salamanca, piedras que declara le dieron fe, paz y fuerza, y a las que pide guarden siempre su recuerdo; viejo tronco que nutrieron las ondas de tradición del Tormes, río al que implora no le niegue nunca el susurro de su consejo; los aires de la urbe setán siendo para él como un cierzo capaz de resecarle la cogolla. Acaso le zumban en las hendiduras sugestiones de gárrulos abejorros. Y aquel ansia de fresco silencio provinciano, aquel señorío de paz con que le regaló la enhechizadora Salamanca -valle natal de las espirituales pajaritas-, va camino de sufrir un quebranto irreparable.
M. MARTIN AGACIR